lunes, agosto 14, 2006

Anécdota sobre el Fortín de San Lorenzo de Navarro (1781). (Cuento, 2004).


Esta parte del territorio de La Pampa debe su nombre al Capitán Miguel Navarro, quien al ser enviado por Juan de Garay conformó allí un puesto de frontera. El indígena, agresivo y contrario a los intereses de la corona española, presentaba batalla día a día en estas tierras. Por esa razón, hacia el año 1767 se fundó la Guardia de San Lorenzo de Navarro, en la margen oriental de la laguna. La línea imaginaria determinada por las ciudades de San Miguel del Monte Gárgano, Lobos y la población donde ocurrieron los hechos, constituyó durante décadas la frontera entre el hombre “blanco“ y el indio. Sólo hombres huraños circulaban por estos pagos, a quienes La Pampa digna y rebelde no les sorprendía. Fue un día entre tantos, que la precaria Guardia –convertida en Fortín por un reglamento del Virrey Vértiz, dictado el 28 de junio de 1779- recibió la embestida de un número inusitado de indígenas. Pocos soldados sobrevivieron al choque, mientras que la mitad de ellos partió en la busca del Comandante de Artillería Don Francisco Betbezé de Ducós. El artillero -quien fuera el encargado de dar informe al Virrey sobre los sitios más propicios para establecer fortines- aún se encontraba en la zona con una comisión de hombres a su cargo. Esperanzados en hallar la expedición se lanzaron al galope por los pastizales. Dominados por la angustia, los restantes integrantes, mantuvieron la vigilia durante día y noche a lo largo de tres jornadas, con su mirada depositada en el horizonte. El temor de una nueva estampida acongojaba el espíritu de los seis soldados, en tanto un rumor sólido preanunciaba la tragedia. Sin embargo, en cada minuto no hacían más que rezar por el arribo de los refuerzos. La vegetación exuberante y la prolongada llanura provocaban una sensación de desamparo en las almas del Fortín.
Al tercer día, el oficial de guardia anunció el descubrimiento de un fenómeno que alteraba la calma del llano. Una agitación artificial, ajena a la naturaleza regional, se presentó ante los ojos del vigía. Pronto comprendió lo que sucedía. Un inenarrable pavor recorrió su anatomía, a la vez que pensaba en las palabras que transmitirían sus percepciones. Se dirigió a los otros cinco y dictaminó: se acercan en tropel y por decenas. Resignado y perplejo, pronunció algunas de sus últimas palabras: son indios... vistiendo chaquetas del ejército.